Y un cansancio infinito te llega de repente como un regalo de fin de año, y te duermes intensamente roto y con una sonrisa que no se quita de tu boca.
Hay días en que te levantas dispuesto a comerte el mundo con una energía única y arrolladora.
Días en que la mañana luce soleada y tú compites con ese sol y ni precisas encender la luz.
Hay días así.
Observas, sacas una cuenta rápida y descubres que cada vez son más los días de este tipo.
Desde que te decidiste a vivir a fondo los días grises, desde que te metiste de narices, a por todas, a lo que venga en los días tormentosos y hasta huracanados, tus días luminosos son cada vez más.
Es curioso, te lo habían dicho pero no podías creerlo hasta que ahora lo sabes de primera mano. Antes lo normal era poner el aire acondicionado ante los calores sofocantes que te tumbaban de miedo y la calefacción a ‘full’ cuando el frío te desnudaba y te dejaba temblando de sufrimiento.
Habrá habido un día, alguna sucesión de días alternos en meses o años, en que escuchaste, leíste, pensaste, da igual… algo que te hizo sentir que el camino que estabas llevando era erróneo, que no te conducía a ningún lado, que te atascaba, que te hacía vivir un sin vivir o un vivir por vivir sin ningún sentido vital.
Posiblemente te haya ocurrido cuando algún golpe duro, un sentimiento de impotencia, tu soledad, tu dolor se hicieron insoportables.
Un día sentiste que tocaste fondo y que no se podía ya bajar más.
Entonces, otro día descubriste que sí se podía seguir bajando.
Y otro, más, y otro y otro.
¿Hasta dónde?, ¿hasta cuándo?
Un fondo sin fondo, seguir bajando hasta casi salir del otro lado. Tal vez sea esa una salida. Seguir caminando, atravesando el dolor hasta que como si pasaras por una nube en algún momento salieras por fin de ahí.
Y, entonces, tomaste valor. Te enfrentaste a tu dolor, abrazaste con valentía tus miedos, escuchaste tus peores temores, diste voz a tus emociones, las hiciste sentimiento y pensamiento y las miraste de frente.
Y aquí estás ahora, con estos días que son más felices que tristes, que son más calmos que angustiosos, que son más rosas que negros.
Aquí estás con lo que eres, con lo que aún arrastras y con lo que has aprendido y ya no cargas.
Aquí estás con esta mañana soleada y este sol con el que compites en intensidad.
Y planificas el día.
Y estás a fin de año y se te pasa por la memoria rápidamente el balance anual pertinente como un tren de doce vagones a toda velocidad.
Y ves por las ventanillas un año intenso de aprendizaje donde el tiempo corrió lento y te dio tiempo para vivir varios años en uno solo, y sin envejecer, al contrario, rejuveneciendo.
Y aquí estás, con el día por delante.
Y te llega la tarde, y un cansancio infinito te sobreviene de sorpresa.
Y tienes que acostarte.
Y es un cansancio distinto.
Es un cansancio eterno.
Es un cansancio de labor cumplida.
Es un cansancio que disfrutas.
Y no te importa dejar todo para mañana.
Y no te importa dejar todo para el año que viene, total ya quedan unos días.
Y no te importa no hacer nada el día de hoy y olvidar tus planes inmediatos.
Te entregas a ese cansancio infinito que se siente tan distinto a otros cansancios más vulgares.
Es un cansancio del trabajo bien hecho en el proceso de lo verdaderamente importante.
Y te duermes y sueñas con tus sueños, y tus sueños son plácidos y complacientes, y albergan una profunda convicción de deber cumplido.
Leandro Ojeda López